No habíamos puesto aun un pie sobre el asfalto, y el
ambiente ya olía a humedad, ese olor tan típico de una ciudad que se abre al
océano.
Recuerdo que caminamos a la par, sin prisa, sobre las
pulidas piedras, cuesta arriba, cuesta abajo, mirándolo todo con los ojos bien
abiertos y una sonrisa asomando en los labios.
Ya caía el sol tras los edificios gastados, bañándonos
con su luz anaranjada por última vez en el día, dejando un reflejo de color
plata sobre el río Tajo. El primer atardecer en Lisboa se cernía primero sobre
el Barrio Alto, y posaba lentamente su magia sobre mi rostro marcado por los
seiscientos kilómetros que había dejado atrás.
Te miré de reojo, y vi que los últimos rayos de sol se
enredaban en los incipientes pelos rojizos de tu barba. Sentí un
escalofrío de felicidad el saberme la suerte de poder tener para mí sola
esa imagen, de poder alargar la mano despacito y acariciar tu piel surcada por
los palos que te ha dado la vida. De querer cicatrizar a besos todas las heridas
abiertas que hay todavía en ti. De ser yo, y nadie más, quien estaba viviendo
esos instantes agarrada a tu mano, caminando sin rumbo siguiendo el camino que
trazaban los raíles del tranvía.
Y entonces pensé, que no sabía cómo alguien había
podido dejarte naufragar alguna vez. Y me prometí a mi misma en una calle
cualquiera a orillas del río, que si estaba a mi alcance nunca volvería a dejar
que te ahogaras, pues siempre sería capaz de arrancar una puerta y construir
con mis manos una balsa para poder salvarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario