jueves, 7 de junio de 2012

EL SOL MUERE SOBRE EL TAJO






No habíamos puesto aun un pie sobre el asfalto, y el ambiente ya olía a humedad, ese olor tan típico de una ciudad que se abre al océano.

Recuerdo que caminamos a la par, sin prisa, sobre las pulidas piedras, cuesta arriba, cuesta abajo, mirándolo todo con los ojos bien abiertos y una sonrisa asomando en los labios.


Ya caía el sol tras los edificios gastados, bañándonos con su luz anaranjada por última vez en el día, dejando un reflejo de color plata sobre el río Tajo. El primer atardecer en Lisboa se cernía primero sobre el Barrio Alto, y posaba lentamente su magia sobre mi rostro marcado por los seiscientos kilómetros que había dejado atrás.

Te miré de reojo, y vi que los últimos rayos de sol se enredaban en los incipientes pelos rojizos de tu barba. Sentí un escalofrío de felicidad el saberme la suerte de poder tener para mí sola esa imagen, de poder alargar la mano despacito y acariciar tu piel surcada por los palos que te ha dado la vida. De querer cicatrizar a besos todas las heridas abiertas que hay todavía en ti. De ser yo, y nadie más, quien estaba viviendo esos instantes agarrada a tu mano, caminando sin rumbo siguiendo el camino que trazaban los raíles del tranvía.


Y entonces pensé, que no sabía cómo alguien había podido dejarte naufragar alguna vez. Y me prometí a mi misma en una calle cualquiera a orillas del río, que si estaba a mi alcance nunca volvería a dejar que te ahogaras, pues siempre sería capaz de arrancar una puerta y construir con mis manos una balsa para poder salvarnos.





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