martes, 5 de junio de 2012




La noche era deliciosamente embriagadora, y ambos lo sentían, aunque no se dijeron nada, pues no era necesario. Él la atrajo hacia sí mismo lentamente sujetándola firme por la espalda, y ella se dejo hacer.
Encontró su refugio allí donde solo había sombras negras. Las horas se hicieron instantes, los sentidos se acentuaron hasta límites que no había experimentado. La complicidad la hizo perder la compostura. El pecado se instaló en sus entrañas sin pausa, haciéndola ascender a un cielo infernal, lamiéndola con lenguas de fuego, cubriéndola con un sudor agónico, urgente.

Cuando empezó a despuntar el alba, supo que nunca ganaría. Cayó fuertemente de cielo al suelo, y lo único que le quedó fueron sus lágrimas, saladas como aquella mañana gris.

Nunca olvidó aquello y nunca jamás perdió la esperanza de sentirlo cada noche.



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